La imagen es quizás contra icónica de La Piedad de Miguel Ángel. Ella está en los pasillos del Vaticano. Es una María, blanca, joven, piadosa, de nariz espigada, su vestido cubre todo su cuerpo. En las rodillas ella sostiene el cuerpo sin vida de Jesús, ensangrentado con total recato. Acá, en Colombia, en Tierraalta, Córdoba, nuestra María estaba tirada en tierra. Su sangre absorbida entre eso lo que se hace algo de tierra y barro, en eso que llamamos calles, en los barrios marginales. Retazos de accesos que esperan algún día algo de arena y de cemento. Ella vestida con prendas que dejaban ver parte de su tez trigueña, ropas frescas, abiertas con unas sandalias. A lado de María, su hijo ahogado en gritos de profundo dolor con una pantaloneta de casi todos los días, con la que celebró también saltando de alegría en sus juegos de calle o por el triunfo de sus iniciales héroes. Esta María y su hija es la que nos convoca y con ella a los centenares de lideres sociales (83 en este gobierno) y 188 ex combatientes de las FARC.
La escultura de Migue Ángel es admirada, de alguna manera venerada, y reposa en un pasillo de realeza eclesiástica. Ella es histórica y es icónica, quizás cuestionada por iglesias carismáticas, pero no mucho más. La de María del Pilar es en el mismo escenario criminal repudiada ella como mujer por los poderosos capos locales, que desnaturalizaron su ser, su día a día por una vida bella para ella y sus hijos, y los sin techo. Sus vecinos ante el grito y el cuerpo sin vida atónitos. Otros indiferentes, siguiendo en lo suyo, con la música a alto volumen para escapar a lo real, para sentirse felices en el mundo de la opresión. Otros morboseando. Otros acostumbrados, Otros solidarios. Ah, y los sicarios, otros empobrecidos, igualmente excluidos de la sociedad democrática de Córdoba. Ella ejerciendo sus derechos a una vida digna, ellos los sicarios sometidos al régimen de la dirigencia regional, mendicantes, seguramente adobando su conciencia criminal con algo de droga o alcohol, ya desterrados o asesinados. Matando a su propia gente, porqué sí, por unos pocos billetes, porque eso es vivir. Ahí estamos parte de lo que somos. Sin caricatura.
Aquellos que se han beneficiado de la violencia y la corrupción, entre otros medios, para proteger su acumulación de poder (político o de economía como acaparamiento de tierras, agronegocios legales e ilegales cocaína, palma, banano, yuca, piña), gozan de la impunidad social.
Esa impunidad es mucho más grave, que la jurídica y la política, pues es la que despolitiza y abre los espacios para los autoritarismos en el alma, en la mente y que se refleja pasionalmente en el control de las instituciones, y en la legitimación de lo existente como si se tratara de un orden natural.
Esa impunidad social pasa por la indiferencia propia de la condición humana que se acomoda para evadir conflictos, como si así los resolviera. Es la costumbre a la realidad porque se cree que es imposible cambiarla, y ante un permanente estado de violencia es mejor mirar a otro lado, a algo más divertido Es el arraigo en tradiciones judeocristianas maniqueas que nos cultivaron en miradas excluyentes, en amores insanos a lo establecido, confundiendo la limosna con la transformación. Es el consentimiento logrado por medios empresariales que con agendas propias a través de su gatekeeper logran impactar generaciones en su toma de posición frente asuntos públicos. Es la inveterada costumbre politiquera de imposibilitar hablar al disidente, al que objeta como lo hizo nuevamente el Centro Democrático con la #Jugadita a través del senador Ernesto Macías. Es el arribismo que habita como un complejo de pirámide que nos lleva a fantasear que el consumo es la libertad y creer que ser en algo solidario es perder mucho. Es la actitud mendicante y servil ante cualquier tipo de jerarquía, irrespetándonos a nosotros mismos, desconociendo en lo sustancial, que todos somos iguales y tenemos los mismos derechos. Es la prepotencia de los egos de los líderes (as) alternativas que siguen sin tocar muchos de ellos el alma, con propuestas coherentes muy ideologizadas, que nada dicen ante tanto acostumbramiento.
La manifestación del 26 de julio es una expresión importante para continuar transformando la impunidad social. Es con un grito colectivo multiplicador del grito del hijo de la María de Tierra Alta. Es una expresión de la nueva ciudadanía hastiada de la muerte violenta, que rechaza a los que usan la violencia y el poder para mantener su control sobre vidas y territorios. Una expresión ante el gobierno e instituciones del Estado para que asuman sus responsabilidades para prevenir nuevos atentados a la vida e integridad de quiénes desde localidades remotas, y en ciudades intermedias apuestan por una sociedad democrática en lo social, lo ambiental, en lo económico, y quiénes apostaron por un acuerdo dejando las armas. El 26 de julio la posibilidad de una bella obra de arte, la que expresé la Colombia que nos merecemos, la continuidad de una katarsis que requerimos para dar paso a lo transformante.
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