Por Nicole Jullian
28 de abril de 2015
Las experiencias que América Latina conoce en torno a la justicia transicional no necesariamente se destacan por haber hecho un proceso de transición responsable, basado en una justicia progresista que buscó cobijar de buena fe las demandas de las víctimas e iniciar procesos penales sin precedentes, de modo tal que se agotaran todos los medios al alcance para saber la verdad de lo ocurrido.
El mal sabor que dejaron los resultados entregados por las comisiones de la verdad y el hecho de que, por citar uno de los tantos ejemplo, el dictador Augusto Pinochet a partir de 1990 se convirtió en un ser intocable para la justicia chilena, es un claro ejemplo de que, si bien se dejaron atrás tiempos de violencia extrema donde regía la ley del fusil, la llegada de la democracia no fue suficiente para cumplir con la responsabilidad de hacer justicia, de cumplir con la verdad, de diseñar medidas de reparación y garantías de no repetición. Obviamente la culpa de esto no radica en el sistema político llamado democracia -pues los sistemas ni piensan ni actúan- sino en cada uno de los funcionarios públicos que en razón de sus competencias pudo haber hecho de la justicia transicional algo mejor, pero no lo hizo.
Gran parte de la comunidad nacional se enorgullece del mito que “Colombia es la democracia más estable del continente”, como si lo estable fuera sinónimo de buenas prácticas. En Colombia, paradojalmente un país de larga tradición democrática, las ejecuciones extrajudiciales, las desapariciones forzadas y los desplazamientos forzados están a la orden del día y son resultado del trabajo en conjunto entre la fuerza pública y los grupos paramilitares; en diciembre de 2014 el investigador, sociólogo e historiador, Miguel Ángel Beltrán, fue condenado a 8 años y 4 meses de prisión por pensar distinto e investigar acuciosamente el fenómeno de las guerrillas, mientras la condena de 40 años que recibiera Ramón Isaza por ser responsable de más de 1000 víctimas es reducida a 8 años gracias a la mal llamada ley de justicia y paz; el arma con que fuera asesinado el excandidato presidencial y líder del M-19, Carlos Pizarro, fue inexplicablemente fundida en noviembre del 2013, siendo que se trataba de una prueba fundamental en un delito calificado como de lesa humanidad; por orden directa de los presidentes Uribe y Santos los jefes máximos del paramilitarismo cumplen hoy una condena por narcotráfico en Estados Unidos, en vez de pagar condena en Colombia por los miles y miles de asesinatos llevados a cabo con un grado de sevicia que cuesta imaginar.
Colombia, sin tener que cambiar de sistema político, tendrá que probar que puede dar vuelta la página. Ahora la democracia por estable que sea, no es garantía para el buen desarrollo de un proceso de justicia transicional. En Colombia se podrá decir que algo de justicia se hace y que algo de reparación llega. ¿Pero qué me dicen de la verdad? Los juicios arrojan muy poca información sobre lo ocurrido y tampoco es que alguna institución estatal esté en estos momentos preocupada en liderar una reforma a la justicia, de tal modo que el acceso a la verdad sea más eficiente. Si no accedemos a la verdad, es imposible cumplir con las garantías de no repetición. Pues si no sabemos lo que ha ocurrido, nunca sabremos qué es lo que no se debe repetir. Sin verdad, el escenario para una justicia transicional en Colombia se avizora muy malo. Sin verdad no hay garantías para la no repetición. Y sin garantías para la no repetición no hay por donde verle el fin a este conflicto.