Intentaré llegar lo más pronto posible a la razón del título de esta columna. Pero para ello es necesario antes explicar quién es la que escribe y cuál es el punto de partida de la reflexión.
Desde hace ya algunos años tengo una pasión por el ámbito de los derechos humanos y principalmente por la situación de Colombia. Me inicié en esto en Alemania, cuando estudiaba ciencia política y me preguntaba en mi primer semestre qué situación del continente latinoamericano merecía ser estudiada con prolijidad. Soy chilena y tengo la suerte de no haber sido víctima de la dictadura de Pinochet. De todos modos, las profundas heridas que dejó la dictadura no me dejaron indiferente. En octubre de 1988, fecha en la que se celebró el plebiscito por el cual se le puso punto final a la dictadura de Pinochet, yo tenía 9 años. Por ese tiempo yo jugaba en la calle con la mítica bandera de la campaña del NO, la campaña para que Pinochet NO siguiera en el poder. Aún no logro explicarme cómo yo a mis nueve años tenía ese nivel de conciencia. Tampoco sé de dónde saqué la bandera.
Desde un principio estaba convencida de que si para algo servía estudiar ciencia política, era precisamente para poner el conocimiento aprendido al servicio de los más desposeídos y así ayudar a resolver la tremenda injusticia que azota a los países colonizados. Me dediqué entonces a estudiar la situación Colombia, cuya área de estudio, por cierto, no era conocida en mi universidad y tampoco lo era en otras universidades alemanas (es más, la gente por allá aún insiste en que lo que aquí ocurre es una guerra civil). Me fascinó la idea de analizar la sentencia T-025 emitida el 2004 por la Corte Constitucional para mi tesis de grado. Esta sentencia definió la deficiente respuesta del Estado frente a las miles de tutelas que interponía la población desplazada para que fuera escuchada y se le otorgara así asistencia de urgencia como un “estado de cosas inconstitucional”. Todo esto me hizo creer que el desplazamiento forzado en Colombia podría correr una mejor suerte.
Estando ahora en Colombia, mis ganas de continuar con estudios superiores me llevaron a hablar con el profesor Diego López Medina de la Universidad de los Andes (él es algo así como una eminencia a nivel mundial en teorías contemporáneas del derecho). Hablando con él sobre la idea de que pudiera ser mi tutor de tesis, él me dijo que una mirada a las élites en Colombia sería también muy apropiado. Élites en Colombia? Por sobre la teoría prefiero los estudios empíricos y en ese sentido un análisis sobre la responsabilidad que tienen las élites en Colombia respecto al alto nivel de violencia suscitado en el país es evidentemente necesario. Pero yo me niego rotundamente. El grueso de la élite política y económica de este país le importa un carajo la paz. Insiste en negar el apoyo que le brinda el paramilitarismo para llevar a cabo el desplazamiento forzado, aún no es capaz de hacer una política pública seria para resolver la situación de los desplazados, legisla para que empresas extranjeras extraigan las riquezas minerales haciendo pedazos el ecosistema, considera normal el asesinato de todo aquél que interpela al Estado por las violaciones de derechos humanos que éste comete, ignora que el genocidio de la UP es un hecho de violencia digno de ser analizado. Por eso y mucho más la élite política y económica merecen mi más absoluto repudio y no es digna de ningún análisis prolijo.